La historia de esta familia parece detenida en el tiempo. Como la investigación para saber qué fue de ellos. Trece años pasaron desde que los vieron por última vez y en este tiempo todo ha sido misterio o, mejor dicho, misterio, inacción, falta de compromiso y un montón de etcéteras. ¿Pueden seis personas desaparecer sin dejar rastros? Esa es la historia de un peón de campo que vivía con su familia en una estancia en Crucecitas Séptima, una pequeña población rural del departamento Nogoyá.
José Rubén Gill y su familia estuvieron en el velatorio de un amigo suyo el 13 de enero de 2002, en Viale, y esa misma noche volvieron a La Candelaria, el campo en el que vivían y donde el hombre trabajaba como peón. Esa fue la última vez que los vieron.
Trece años después, persiste el misterio, nadie sabe nada de Mencho Gill, de 56 años en ese momento, su esposa Margarita Norma Gallegos, de 26, ni de sus hijos María Ofelia, de 12, Osvaldo José, de 9, Sofía Margarita, de 6, y Carlos Daniel, de 2.
También la investigación judicial está paralizada.
Una alta fuente judicial confió a El Diario que los investigadores están detrás de una pista en un campo cercano a La Candelaria y que después de la feria estival podrían verificar un dato allí. Es una pista, aunque no se abrigan grandes expectativas.
Sus parientes se enteraron de la desaparición recién después de tres meses. Fue el patrón, Alfonso Goette, quien les avisó. Un día se presentó en la casa de unos parientes preguntando por Mencho y su familia, les dijo que habían salido de vacaciones y no regresaron y hasta sugirió que podrían estar en la casa de unos parientes en Santa Fe, o haber viajado en busca de otro empleo en el nordeste.
En la casa nada hacía presumir que se hubieran marchado: allí quedaron sus muebles, electrodomésticos, documentos, ropas; hasta sueldos sin cobrar dejaron –Margarita trabajaba como cocinera en una escuela–; tampoco los vieron irse; y en este tiempo no se encontraron los cuerpos.
Pero el juez de Instrucción de Nogoyá, Jorge Sebastián Gallino, se inclinó por esa hipótesis, la que apuntaba a que la familia se había ido de vacaciones, que tal vez habían conseguido otro trabajo y por eso no habían regresado. La familia nunca abonó esa línea de investigación, sobre todo porque no concebía que Mencho no se hubiera comunicado nunca más con ellos.
Recién en julio de 2003, es decir, 18 meses después de la desaparición, el juez Gallino ordenó la primera inspección en la estancia La Candelaria. Sin resultados.
En los años posteriores se hicieron relevamientos, rastrillajes, controles de fronteras, se tomaron testimonios, pero nada dio precisiones sobre el paradero de la familia. Se habló de que podrían estar en Santa Fe, Córdoba, Corrientes, Chaco, Brasil, Paraguay. Una luz se encendió, cuando Gill y sus hijos aparecieron en los padrones de beneficiarios de la Asignación Universal por Hijo. Pero enseguida se adujo que se trataba de “un error del sistema” y la pista quedó descartada.
En 2008 hubo un nuevo allanamiento en el campo, esta vez con la intervención de peritos forenses y de criminalística, se utilizaron máquinas volcadoras, excavadoras, ecosondas, se excavaron 14 pozos, se levantaron los pisos de la casa de la familia y se utilizó luminol para indagar sobre la presencia de sangre. Se recogieron muestras y se analizaron en un laboratorio de Buenos Aires. Los resultados determinaron que tres de ellas eran sangre humana, pero que no tenían el patrón genético de los Gill, aunque también les aclararon los peritos que podrían estar contaminadas por el paso del tiempo. Tampoco la ecosonda detectó rastros de tierra que hubiera sido removida. Así, la investigación volvió, otra vez, a fojas cero.
Ese escenario, el de la impericia –y también del desinterés–, es el que ha permitido que a 13 años de la desaparición de seis integrantes de una familia, no haya un solo dato que permita conocer qué pasó con ellos. Y el paso del tiempo lleva a la peor de las hipótesis.