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Se cumplen 25 años de las explosiones de Río Tercero

Romina Torres, de apenas 15 años, sintió el ruido más fuerte de su vida mientras estaba en clase, en la calurosa mañana del 3 de noviembre de 1995. Sin entender qué sucedía, huyó corriendo hasta la casa de una amiga. En la vereda, mientras se abrazaba con conocidos para encontrar un poco de paz, una esquirla le impactó en la cara. A las pocas horas, murió.

Hoder Dalmasso, «el Rayo» para sus muchos afectos, fue sorprendido por los estallidos mientras daba clase en la escuela General Savio. Después de organizar la evacuación y salvar a decenas de alumnos, su cuerpo de 55 años dijo basta: mientras aceleraba su auto buscando ayudar a más personas, sufrió un infarto masivo y murió.

Aldo Aguirre, de 25 años, también tuvo el compromiso de ayudar a otros. Escuchó las detonaciones desde la Terminal de Ómnibus, adonde cortaba ligustros, pero eligió colaborar con varias personas que, paralizadas por el miedo, no lograban ni siquiera huir. Otra esquirla, de las miles que volaban por el aire, le dio de lleno en la cara. Murió.

Elena de Quiroga, de 52, vivía a 10 cuadras del epicentro. Tras la primera detonación, fue en bicicleta hasta la casa de familiares, aún más cerca del polvorín. No pudo llegar: la segunda explosión la dejó tirada en la calle, junto a su bicicleta. A los tres días, murió.

Laura Muñoz estaba durmiendo. Segundos pasaron entre que despertó y empezó a escapar corriendo, a pocas cuadras de la Fábrica Militar. Otra esquirla la hirió gravemente. El esfuerzo de su hermano, que también herido la cargó en un auto, no alcanzó. Con 27 años recién cumplidos, murió.

Leonardo Solleveld tenía 32 años y tres hijos. Sintió la explosión más cerca que la mayoría: entre su casa y el predio militar solo había una calle de distancia. Salió corriendo a buscar un remis para huir: la esposa lo encontró tirado. Murió.

José Andrés Varela vivió el infierno desde adentro. Como empleado de la Fábrica Militar, a sus 51 años aguantó los estallidos aterrorizado en la casa de un superior, dentro del predio militar. Cuando salió, por la noche, estaba deshidratado y exhausto. También por un infarto, murió.

Esas siete muertes, que podrían haberse multiplicado por miles de no ser por un verdadero milagro, siguen impunes. 25 años pasaron de las explosiones de Río Tercero, y tanto la Justicia como el Estado argentino hicieron poco más que condenar un atentado al olvido.

Hablar de muertes, al mismo tiempo, es injusto. Más preciso es hablar de siete asesinatos: como demostró la abogada Ana Gritti, única querellante hasta su muerte (luego continuaron la causa sus hijas), el trotyl que se señaló como detonador no pudo haber desatado un incendio y las posteriores explosiones. Por el contrario, éstas se planificaron hasta el detalle.

En 2014, tres años después de la muerte de Gritti, el Tribunal Federal 2 concluyó que, con «certeza plena», el estallido del 3 de noviembre de 1995 «fue intencional», vinculado a la venta ilegal de armas que el Estado realizó entre 1993 y 1995. Fueron sentenciados a entre 10 y 13 años de prisión por «estrago doloso agravado» los militares retirados Jorge Cornejo Torino, Carlos Franke, Edberto González de la Vega y Marcelo Gatto.

25 años más tarde

A poco de haber sido elegido presidente por segunda vez, y mientras las bombas retumbaban, Carlos Saúl Menem aterrizó en Río Tercero y «obligó» a decir que todo se trató de un accidente.

Su apuro se explicó con el paso del tiempo: en 2013 fue condenado por el tráfico de armas a siete años de cárcel, a la que nunca fue gracias a sus apelaciones. En 2001, durante el inicio de la causa, sí estuvo «preso»: durante 167 días vivió cómodamente en una quinta que le prestó un amigo.

25 años tuvieron que pasar para que las familias de los siete asesinados y las miles de otras víctimas de Río Tercero puedan ilusionarse con algún tipo de respuesta: en octubre pasado, el Tribunal Oral 2 de Córdoba citó a juicio a Menem como único imputado por «estrago doloso agravado por la muerte de personas».

Tras un cuarto de siglo de impunidad, y fueros del honorable senador de 90 años mediante, parece poco. La intención de este documental es que, ante la falta de Verdad y Justicia, al menos no falte memoria.

Las historias de las siete víctimas fatales pertenecen al libro El Tercer Atentado (2004).