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Un lugar para refugiar a quienes no tienen techo

o_1434947733Los hombres en situación de calle llegan lentamente, a partir de las 19. A esa hora ya está oscuro y la temperatura invernal baja más rápido que algunas precandidaturas electorales. Hay quien se arrima con lo puesto, otros que traen un bolsito con sus pocas pertenencias, y está también aquel que carga en sus manos curtidas con una bolsa de mandarinas convidadas por algún verdulero amigo. Golpean el portón en Enrique Carbó 945, en el espacio perteneciente a la Dirección de Protección Civil de la Municipalidad, y pasan al refugio que fue habilitado desde el jueves 11 de junio. En ese espacio, los hombres que no tienen donde dormir aciertan una ducha caliente, cama y comida. Además, encuentran al personal de Protección Civil, siempre bien dispuestos a que se sientan cómodos. El albergue, que funciona bajo la órbita de la Secretaría de Desarrollo Social que encabeza Fernando Báez, permanecerá habilitado todas las noches hasta que termine el invierno.
Descansar. “Hicimos una recorrida, los visitamos previamente en la calle, en los lugares donde suelen andar, y se los invitó a venir acá”, le contó a EL DIARIO el director de Protección Civil comunal, Darío Almada. “En la calle te podés encontrar todo tipo de gente, algunos que han tenido problemas con la justicia incluso, pero nosotros no discriminamos a nadie; al contrario, esto se abre para quienes no tienen en dónde estar. Después, las cuestiones particulares de la vida de cada uno ya es otro tema en el que no nos metemos. Lo que no admitimos es que vengan ebrios o drogados, porque justamente este es un lugar que ellos tienen para descansar”, aclara el funcionario. La primera noche asistieron 12 personas, y el número fue creciendo paulatinamente en las jornadas siguientes. Durante el día, unos 30 empleados trabajan en ese sitió en las actividades de Protección Civil (emergencias, podas de árboles, y otras demandas), y por la noche queda Gabriel, el sereno, con dos o tres compañeros que se encargan de atender a los refugiados. “El año pasado tuvimos algunos hasta cerca de noviembre”, recuerda Almada. Cuando vuelva a subir la temperatura, cada uno sigue su camino hasta el próximo invierno.
Reacondicionado. En el largo y angosto galpón, que pertenecía a una antigua fábrica de baterías, tiene sus oficinas y se estaciona el camión de Protección Civil. Al entrar, sobre el costado izquierdo están las habitaciones con las camas; al final la cocina y pasando esta hacia la izquierda se encuentran los baños con las duchas. En el fondo también se ubica una mesa con sillas, donde se sientan los recién llegados en espera del guiso caliente. Sobre las primeras habitaciones comunitarias, el año pasado se construyeron otras. El lugar también fue utilizado como centro de evacuados transitoriamente en unas inundaciones recientes. Antes, en 2012 y 2013, el refugio funcionó en el Club Peñarol. Para este invierno se amplió la capacidad de camas, de 15 a 35. “Acá hay una decisión firme del gobierno municipal. Hace dos meses llamó (la intendenta) Blanca Osuna y nos pidió que reacondicionáramos el espacio. Puso mucho énfasis en que esto se lleve adelante. Las camas las hicimos nosotros, porque el año anterior hubo noches en las que nos quedamos cortos. Antes cocinábamos acá, ahora está todo más organizado, la comida ya viene hecha y lo único que hacemos es servirla”, dice el director a cargo de esta dependencia desde hace dos años. “Siempre rescato esto: de no tener nada a tener un techo, dormir en una cama con frazadas, un plato de comida caliente y un vaso de leche cuando te levantás, la diferencia es enorme”, agrega.
Recorridas. “Hay mucha gente en la calle, yo he visto en estas recorridas unas 25, jóvenes en la mayoría. Por lo general son hombres, si hay alguna mujer va a la Casa de las Mujeres (Alameda de la Federación 169). Hay nuevos y otros que hemos tenido en años anteriores”, señala Almada. “Los que no quieren venir, en algún momento caen, porque entre ellos se corre la voz. A nosotros nos hace bien saber que por lo menos le damos una mano”, añade. Las edades de los homeless son diversas, hay jóvenes de poco más de 20 y otros muy mayores, de los cuales es difícil hacerse cargo porque el personal no puede actuar como enfermeros. A un hombre grande, por ejemplo, recientemente le iniciaron trámites para que sea admitido en un hogar de adultos mayores. “Acá, muchas veces tenemos que hacer de psicólogos, escucharlos, porque a lo mejor no charlan con nadie en todo el día, y como te conocen por ahí se desahogan con vos”, expresa Almada.

Un plato de guiso y una cama abrigada
“Nos preguntan si tenemos frío, nos dan toalla y jabón, nos atienden de diez”, señala uno de los visitantes sentado a la mesa. Los que llegan se van bañando y luego cuelgan sus toallas en un alambrado. Gabriel les ofrece una muda de ropa para cambiarse, y también reparte algunas camperas. Se trata de donaciones solidarias, e incluso de abrigos aportados por los mismos trabajadores. “Che, me probé la camisa que me diste, me queda bárbara”, le dice uno de los hombres al sereno. “Poné que si alguien puede que nos traiga un buen calzado para el frío, que las zapatillas que llevo puestas están agujereadas”, pide alguien. El espacio se va poblando, algunos están en silencio, serios, cansados; otros conversan, se convidan cigarrillos. José Luis tiene 39, aunque aparenta más. Una familia que conoce le avisó que estaba habilitado el refugio y decidió arrimarse por primera vez, con su documento en mano por si fuera necesario. Jorge, en cambio, de 66, es un conocido de otras temporadas. “Así y todo, hay quien prefiere quedarse en la calle, pero es muy duro el invierno. El año pasado murieron tres, de los que se supo, porque hay otros que ni siquiera te enterás que les pasó”, comenta. “Dicen que mañana va a hacer más frío que hoy”, acota Lino, de 25, mientras se frota las manos para calentarse. “Al que no deja dormir a los demás, no entra más”, advierte el sereno cuando ya están todos esperando que por el portón que da a Carbó llegue la comida caliente. “Al menos, durante el invierno, hay donde comer y dormir”, comenta Francisco. Cuando regrese la primavera, cerrará el refugió nuevamente y los indigentes volverán a rebuscárselas como puedan. ¿Por qué este sitio no funciona durante todo el año?, se preguntarán algunos llegado el momento, sin comprender el porqué de algunas decisiones políticas. Pero al menos, esta noche hay guiso y cama abrigada. Dos empleados entran con la olla hasta la cocina, y ahí van sirviendo en bandejas plásticas. Poco después, sólo quedan tres de sobremesa y algún rezagado cenando, mientras los demás se acomodan en las habitaciones.

A la calle. Por la mañana, desde las 7, el sereno los levantará mientras les irá calentando una taza de leche. Una hora más tarde ingresarán los trabajadores de Protección Civil y saldrán los sin techo a la calle. A deambular por las plazas, por el parque o por la Terminal de ómnibus; a patear las calles en busca de un cobijo, un recoveco debajo de alguna escalera o un zaguán abandonado. Los que tengan un poco más de suerte podrán ir a visitar a antiguos conocidos o cierto pariente que los reciba por un rato, y varios de ellos se encontrarán luego en el almuerzo de algún comedor comunitario. Ellos son los parias de la sociedad, los invisibilizados permanentes, los abandonados de todo olvido que sin vivienda, familia ni trabajo caen en el máximo nivel de exclusión social y marginación: son los desaparecidos de las sociedades modernas.

Vivir a la intemperie
Las historias que cuentan las personas sin hogar van de lo dramático a lo trágico. Vidas que se fueron barranca abajo sin encontrar una mano que los sostenga. Uno de ellos, de unos 40 años, culpa a las malas compañías por su estado actual: “yo tenía una casa, pero la vendí y me la tomé toda”, dice mientras apunta a su nariz; “no puedo haber sido más idiota, y eso que la cobré en dos veces”, acota. Un hombre mayor narra que cuando murió su mujer, un yerno que tenía los papeles le vendió la casa, y lo dejó así en la calle. Un pibe de poco más de 20 vive en las plazas de la ciudad desde hace una década, cuando se peleó con su padre que lo expulsó del hogar. Otro es un recién llegado: el lunes apareció por la Terminal, proveniente de Avellaneda, aunque es oriundo de Gualeguay. Tiene 56, anda con un bolso en el que le caben todas sus cosas, y busca trabajo de ayudante de albañilería. Dice que se separó de su pareja y quedó sin nada. Alguna vez tuvo una casilla en la localidad de Zarate, pero se la prendieron fuego unos maleantes. Le cuesta el invierno por el dolor de espalda, resabios de una neumonía de cuando fue pescador y dormía boca arriba en la arena de la playa. “Tener un oficio, eso sería lindo. Yo fui ayudante de pintor”, explica otro. Los lugares habituales para pasar los días son las plazas: la Sáenz Peña, la del Bombero, la de la Terminal de ómnibus. Al que tiene familia por ahí lo ayudan a construirse una casilla, generalmente por el barrio San Martín, en la zona del Volcadero. Están quienes elijen el hospital público y se guarecen en la sala de espera, pero al igual que en la Terminal hay que dormir sentado, y eso es posible siempre y cuando la seguridad o la policía estatal no se pongan bravos. Para comer acuden a distintas caridades: en los escalones de alguna iglesia ofrecen una jarra de leche, otra templo tiene un comedor de lunes a domingo, e incluso se sabe de un famoso doctor del Hospital de Niños que los miércoles reparte sánguches en los espacios públicos. La mayoría prefiere andar por su cuenta, solitaria. “No quiero ir en yunta para no hacerme responsable de los demás”, opina un viejo. Así y todo, quien nada tiene sabe compartir lo poco: entre ellos, reunidos en la mesa del refugio en el que encuentran un rato de resguardo, se pasan los puchos de mano en mano, mientras conversan del día o recuerdan tiempos mejores.